domingo, 30 de diciembre de 2012

Año nuevo, vida nueva.

Dicen que año nuevo, vida nueva. Dicen que después de la tormenta siempre llega la calma y con ella, porqué no, la felicidad. Diferentes sucesos durante este año me han hecho cambiar, a bien o a mal. Me he visto obligado a sentir cómo quema en lo más hondo del corazón la pérdida de un ser querido. Aprendí lo que significaba de verdad la palabra soledad, y lo que conlleva. El tiempo pasa más aprisa cuanto más vacío está. Mas todo esto de algo me ha servido: para madurar. Nos caemos para volver a levantarnos y este año me he vuelto todo un experto. No hay mal que por bien no venga. Maduras cuando te das cuenta que la vida no es fácil, que nada dura para siempre y que tu existencia solo será plena mientras tengas un lugar en el pensamiento de las demás personas, porque si nadie se acuerda de ti, no existes. Nada, absolutamente nada en esta puta vida vale un duro si no tienes a nadie con quien compartirlo. He aprendido que el hombre es social por naturaleza y necesita de otros para ser feliz. La verdad, este año me ha enseñado que por muy gris que veamos nuestro presente no vale la pena perder las esperanzas.. aunque mejor no confiar demasiado en ellas, a veces son crueles y vanidosas. Esto me ha servido para comprender que no existen las casualidades ni el destino, si no que no son más que el resultado de nuestra inconsciencia al utilizar las cartas que nos reparte la vida. Cuando maduras, te das cuenta de que la vida ya es de por sí suficientemente complicada como para ser tu propio verdugo, lo único que vale es lo que ven tus ojos segundo a segundo, pues la felicidad o la tragedia pueden sorprenderte a la vuelta de la esquina, quién sabe. Al nuevo año le pido felicidad y compañía. Me da igual cómo venga, pero que venga. Conservaré mis sueños, quién sabe cuándo me harán falta :)

domingo, 2 de diciembre de 2012

Tenía diecisiete años y la vida en los labios.

El hombre más sabio que jamás conocí, Fermín Romero de Torres, me había explicado en una ocasión que no existía en la vida experiencia comparable a la primera vez en que uno desnuda a una mujer. Sabio como era, no me había mentido, pero tampoco me había contado toda la verdad. nada me había dicho de aquel extraño tembleque de manos que convertía cada botón, cada cremallera, en tarea de titanes. Nada me había dicho de aquel embrujo de piel pálida y temblorosa, de aquel primer roce de labios ni de aquel espejismo que parecía arder en cada poro de la piel. Nada me contó de todo aquello porque sabía que el milagro sólo sucedía una vez y que, al hacerlo, hablaba un lenguaje de secretos que, apenas se desvelaban, huían para siempre. Mil veces he querido recuperar aquella primera tarde en el caserón de la avenida del Tibidabo con Bea en que el rumor de la lluvia se llevó el mundo. Mil veces he querido regresar y perderme en un recuerdo del que apenas puedo rescatar una imagen robada al calor de las llamas. Bea, desnuda y reluciente de lluvia, tendida frente al fuego, abierta en una mirada que me ha perseguido desde entonces. Me incliné sobre ella y recorrí la piel de su vientre con la yema de los dedos. Bea dejó caer los párpados, los ojos y me sonrió, segura y fuerte. "Hazme lo que quieras", susurró. Tenía diecisiete años y la vida en los labios.