martes, 6 de agosto de 2013

Sabiendo que iba a perderla...

Sabía que la iba a perder tan pronto pasara aquella noche y el dolor y la soledad que se la comían por dentro fueran acallándose. Sabía que tenía razón, no porque fuera cierto lo que había dicho, sino porque en el fondo ambos lo creíamos y siempre sería así. Nos escondimos como dos ladrones en una de las habitaciones sin atrevernos a prender una vela, sin atrevernos ni siquiera a hablar. La desnudé despacio, recorriendo su piel con los labios, consciente de que nunca más volvería a hacerlo. Cristina se entregó con rabia y abandono, y cuando venció la fatiga se durmió en mis brazos sin necesidad de decir nada. Me resistí al sueño, saboreando el calor de su cuerpo y pensando que si al día siguiente la muerte quería venir a mi encuentro la recibiría con paz. Acaricié a Cristina en la penumbra, escuchando la tormenta alejarse de la ciudad, tras los muros, sabiendo que iba a perderla pero que, por unos minutos, nos habíamos pertenecido el uno al otro, y a nadie más.

Había sobrevivido a mi infancia enfermiza y lamentable solo para vivir aquellos segundos.

Me dejé llevar por aquella criatura hasta el lecho, donde caí, literalmente, de culo. La luz de las velas acariciaba el perfil de su cuerpo. Mi rostro y mis labios quedaron a la altura de su vientre desnudo y sin darme ni cuenta de lo que estaba haciendo la besé bajo el ombligo y acaricié su piel contra mi mejilla. Para entonces ya me había olvidado de quién era y de dónde estaba. Se arrodilló frente a mí y tomó mi mano derecha. Lánguidamente, como un gato, me lamió los dedos de la mano de uno en uno y entonces me miró fijamente y empezó a quitarme la ropa. Cuando quise ayudarla sonrió y me apartó las manos.
- Shhhh.
- Cuando hubo terminado, se inclinó hacia mí y me lamió los labios.
- Ahora tú. Desnúdame. Despacio. Muy despacio.
Supe entonces que había sobrevivido a mi infancia enfermiza y lamentable solo para vivir aquellos segundos. La desnudé lentamente, deshojando su piel hasta que solo quedó sobre su cuerpo la cinta de terciopelo en torno a su garganta y aquellas medias negras de cuyos recuerdos más de un infeliz como yo podría vivir más de cien años.
- Acaríciame - me susurró al oído -. Juega conmigo.
Acaricié y besé cada centímetro de su piel como si quisiera memorizarlo de por vida. Chloé no tenía prisa y respondía al tacto de mis manos y mis labios con suaves gemidos que me guiaban. Luego me hizo tenderme sobre el lecho y cubrió mi cuerpo con el suyo hasta que sentí que cada poro me quemaba. Posé mis manos en su espalda y recorrí aquella línea milagrosa que marcaba su columna. Su mirada impenetrable me observaba a apenas unos centímetros de mi rostro. Sentí que tenía que decirle algo.
- Me llamo...
- Shhhh.
Antes de que pudiera decir alguna bobada más, Chloé posó sus labios sobre los míos y, por espacio de una hora, me hizo desaparecer del mundo. Consciente de mi torpeza pero haciéndome creer que no la advertía, Chloé anticipaba cada uno de mis movimientos y guiaba mis manos por su cuerpo sin prisa ni pudor. No había hastío ni ausencia en sus ojos. Se dejaba hacer y saborear con infinita paciencia y una ternura que me hizo olvidar cómo había llegado hasta allí.  Aquella noche, por el breve espacio de una hora, me aprendí cada línea de su piel como otros aprenden oraciones o condenas. Más tarde, cuando apenas me quedaba aliento, Chloé me dejó apoyar la cabeza sobre su pecho y me acarició el pelo durante un largo silencio, hasta que me dormí en sus brazos con la mano entre sus muslos.

"El juego del ángel" Carlos Ruiz Zafón.

Vidal alzó las cejas.
- No me salgas ahora con que no eres un descreído como yo y quieres llegar impoluto de corazón y de bajos al lecho nupcial, que eres una alma pura que ansía esperar ese momento mágico en que el amor verdadero te lleve a descubrir el éxtasis de la carne y el alma en unísono bendecido por el Espíritu Santo y así poblar el mundo de criaturas que lleven tu apellido y los ojos de su madre, esa santa mujer dechado de virtud y recato de cuya mano entrarás en las puertas del cielo bajo la benevolente y aprobadora mirada del niño Jesús.
- No iba a decir eso.
- Me alegro, porque es posible, y subrayo posible, que ese momento no llegue nunca, que no te enamores, que no quieras ni puedas entregarle la vida a nadie y que, como yo, cumplas un día los cuarenta y cinco años y te des cuenta de que ya no eres joven y que no había para ti un coro de cupidos con liras ni un lecho de rosas blancas tendido hacia el altar, y la única venganza que te quede sea robarle a la vida el placer de esa carne firme y ardiente que se evapora más rápido que las buenas intenciones, y que es lo más parecido al cielo que encontrarás en este cochino mundo donde se pudre todo, empezando por la belleza y acabando por la memoria.

La envidia es la religión de los mediocres.

La envidia es la religión de los mediocres. Los reconforta, responde a las inquietudes que los roen por dentro, y en último término, les pudre el alma y les permite justificar su mezquindad y su codicia hasta creer que son virtudes y que las puertas del cielo sólo se abrirán para los infieles como ellos, que pasan por la vida sin dejar más huella que sus trapaceros intentos de hacer de menos a los demás y de excluir, y a ser posible destruir, a quienes, por el mero hecho de existir y de ser quienes son, ponen en evidencia su pobreza de espíritu, mente y redaños. Bienaventurado aquel al que ladran los cretinos, porque su alma nunca les pertenecerá.

jueves, 1 de agosto de 2013

Tempus Fugit.

"Devora todas las cosas;
aves, bestias, plantas y flores;
roe el hierro, muerde el acero,
y pulveriza la peña compacta;
mata a reyes, arruina ciudades
y derriba las altas montañas."
Acertijo sobre el tiempo. J.R.R. Tolkien - "El Hobbit".

Camino por la orilla. Un conjunto de pequeñas calas pedregosas me abre un amplio abanico de pensamientos que sobrevuelan mi cabeza en la cálida y húmeda soledad en la que me encuentro en esta agitada tarde. Mientras mantengo el equilibrio a duras penas entre las rocas resbaladizas, miro al horizonte de este mar un tanto embravecido. En mis dieciocho años de vida, siempre ha sido para mí un gran entretenimiento pararme a pensar en la cruda fuerza implacable del tiempo. A la vez que la espuma dejada sutilmente por una gran ola me cubre los pies, miro esas formas tan peculiares del roquedo que me rodea. Formas circulares, ondulantes, micro túneles enigmáticos y pequeñas muescas indescriptibles. Es posible que esas rocas estuviesen tal cuál el año pasado, y el anterior. Hace una década, un siglo. Lo más seguro. El mar las arrastraría allí hace cientos o miles de años, y el ir y venir del oleaje las habrían dado forma. El roce del agua las suavizaría, quizá en el cenozoico, en el mesozoico, en el paleozoico o incluso en el precámbrico. Qué más da. Cuando ya no estemos sobre este mundo, esa roca seguirá dando tumbos mientras nosotros no seremos más que polvo.

Cada vez veo al tiempo más como un enemigo que como un aliado. Veo cómo se va llevando a seres queridos, cómo va degenerando todo aquello que conocimos en un principio, eso que pensamos que siempre estaría ahí. Siempre intentamos matar el tiempo y, pobres ingenuos, no somos conscientes de que serás él el que terminará matándonos. El tiempo te mata. El tiempo no se renueva, se agota. La noción del tiempo se nos escapa de las manos, como al bebé su primer juguete, sin darnos cuenta.

Destinados inevitablemente a la fatalidad, ¿qué nos espera más allá? Miro a lo lejos, como si fuera a surgir del agua esa respuesta que no existe. Bajo el sol abrasador y con un buen puñado de conchas me dispongo a tomar el camino de vuelta mientras noto con cierto miedo que sube la marea.

Tal vez no sea tan amargo el camino, pienso. Tal vez sea yo el que, al igual que hacía un momento, prefería caminar sobre las peligrosas rocas traicioneras de la vida en vez de por la suave arena de la orilla.
Da igual. Lo que tengo claro es que no quiero que mi vida sea un simple trance, no quiero sentirme como esas piedras, moldeadas por el tiempo y el destino sin poder hacer nada. Por desgracia, a veces, ya es demasiado tarde para darte cuenta de que te has pasado la vida esperando algo que nunca llega, y eso amigos, será nuestra historia triste, nuestra historia final.